Cuatro días antes de cumplir los 97 años, don Tadeo Casañas recuerda la noche en que salvó de la sed a los habitantes de El Hierro. Sentado en el sofá de su casa, pide perdón porque confunde las historias, se le quedan a la mitad, vuelve una y otra vez a los muertos, la cantidad de muertos que vio tirados en la batalla del Ebro, vuelve a la trinchera en la que durmió acurrucado con un compañero que a la luz del día resultó ser otro muerto más, vuelve a la novia que tuvo entonces en Sant Sadurní d’Anoia, en cuya casa se alojaba a veces.
-Ella se acostaba con su madre y amanecía conmigo-, cuenta tres veces, y se ríe las tres.
Pide perdón porque confunde las historias, pero hay algunas que narra de corrido. Las que resisten en la memoria, a los 97 años, cuando todas las demás se han desintegrado: las historias de la guerra, las historias del amor y las historias de la sed.
En 1948 no llovió ni una gota. Los pozos de la isla de El Hierro se secaron, las tierras se agrietaron, los frutales se marchitaron, las vacas y las ovejas se morían. Los humanos no morían, porque un barco cisterna traía agua desde Tenerife y un camión repartía las cubas casa por casa, pero muchas familias se arruinaron. La sequía empujó la gran emigración clandestina aVenezuela: 12.000 canarios se apretaron en 94 veleros para cruzar el Atlántico entre 1948 y 1950.
-Yo tenía una escopeta. Bastante mala, pero escopeta -dice don Tadeo. Cuando no habla, se queda encogido en el sofá con los ojos casi cerrados, con el cansancio de un siglo. Cuando habla, se apoya sobre las manos, se incorpora, abre los ojos como un búho-. Subía a las tierras que tenían mis suegros, en la parte alta de la isla, a ver si cazaba alguna paloma. Solíamos tener ovejas allí, pero aquel año se nos morían. Me construí una caseta y subía a dormir, para salir a cazar con el amanecer. A la caseta le hice el techo con ramas de brezos. Una noche me desperté porque estaba goteando dentro de la caseta. Era la niebla, que se condensaba en los brezos y goteaba.
Don Tadeo tuvo una idea. Cortó varias piteras -las hojas largas, duras y acanaladas del agave- y montó un acueducto rústico desde el techo de brezos hasta un aljibe en el que solían recoger lluvia y que estaba seco desde hacía meses. En pocas horas se llenó con el goteo de la niebla.
-Les dije a mis vecinos que les llevaría agua hasta sus casas, si me dejaban unas planchas de zinc, las que usaban como techo de las cuadras.
Montó las planchas para recoger más agua de los brezos, instaló una tubería que le cedió el ayuntamiento y consiguió un chorro que bajaba desde la montaña hasta el pueblecito de Tiñor: daba 14 litros por minuto. En plena sequía, don Tadeo ordeñó la niebla y salvó a sus vecinos.
Don Tadeo insiste en que no inventó nada. Él simplemente observaba nubes y leía libros.
-A mí me llaman el sabio de El Hierro y yo lo que soy es un ignorante muy grande. Ahora me estoy muriendo, pero molesto a la gente con preguntas porque quiero saber un poco más. Casi no fui a la escuela, sólo aprendí a leer y las cuatro reglas. Pero leía mucho. Sobre todo El Quijote. Y los libros de Historia. Yo sabía que los bimbaches sacaban agua de la niebla.
Lo contaron los primeros conquistadores europeos, los normandos Bethencourt y La Salle, y muchos se lo tomaron a chufla. A principios del siglo XV explicaron que en la isla de Ezero, hoy El Hierro, los aborígenes bimbaches tenían «un árbol sobre el cual todas las tardes se sienta una nube blanca, que destila agua por las hojas abajo, de la cual beben los vecinos y todos sus ganados». Las crónicas castellanas, cien años después, repitieron la historia de la isla «seca y estéril» a la que Dios había provisto con un «árbol milagroso» que daba agua. Los nativos lo llamaban garoé y excavaban estanques en su base para acumular el líquido. Pero El Hierro era la isla más occidental, el fin del mundo conocido, un territorio casi mitológico. Y la historia del árbol milagroso sonaba como tantos relatos de los mundos recién descubiertos: pura invención, para autores racionalistas como Feijóo.
No era magia, no era leyenda. Es física, sencilla y hermosa: los vientos alisios chocan con la cara norte de El Hierro, el aire húmedo sube por la ladera y se va condensando un mar de nubes. El árbol garoé crece en un emplazamiento perfecto: a mil metros de altitud, en la parte más alta del barranco de Tigulate, una hendidura por la que sube la niebla desde la costa hasta la montaña. Es un tilo de tronco esbelto que se abre en una copa amplia y ramificada: ideal para atrapar el vapor, que se condensa en las ramas y empieza a gotear. El árbol está siempre empapado, rebozado de musgo, sobre una tierra húmeda, blanda, olorosa. Y en su base se ven las albercas excavadas por los bimbaches, depósitos de tres y cuatro metros de profundidad, donde se acumulaba -donde se sigue acumulando- el agua del árbol milagroso.
Un ventarrón derribó el garoé legendario en 1610. El tilo actual lo plantaron en el mismo sitio en 1949, poco después del experimento de don Tadeo con los brezos. Y hubo otros atrapanieblas en los años posteriores, que observaban las brumas, elegían los árboles adecuados y excavaban depósitos debajo de ellos, como cuenta el ingeniero Isidoro Sánchez. Habla de la sabina del pastor Juan Bartolo, que obtenía agua abundante para sus rebaños, o la sabina del guarda Zósimo Hernández, que recogía miles de litros en dos depósitos, para dar de beber a los cientos de romeros que cada cuatro años cruzan la isla bailando y portando a hombros la imagen de la Virgen de los Reyes.
Los herreños dependían del ingenio de un pastor o de un guarda para no pasar sed. Y no tenía por qué ser así. La sed era una consecuencia política, consecuencia de una cierta organización social, según el geógrafo Carlos Santiago Martín.
En las zonas medias y altas de El Hierro llueve tanto como en Pamplona, Burgos o Huesca. Pero la isla es muy joven: un montón de rocas volcánicas que acaban de emerger, un terreno que aún no se ha compactado, y las aguas se escurren por las grietas hacia el subsuelo. No hay ríos, no hay lagos, pero bastaban unos pozos para extraer agua abundante de los acuíferos. Martín explica que los grandes propietarios de tierras de El Hierro nunca quisieron invertir en tecnologías hidráulicas y que frenaron cualquier amago de obra pública. Con los pozos escasos que ellos controlaban, les bastaba para mantener su ganado y sus cultivos, incluso vendían agua a los campesinos. «La posesión de agua es una extraordinaria herramienta de poder», escribe Martín. En la década de 1970, cuando algunos propietarios quisieron ampliar la producción de plátanos para exportarlos, se perforaron los primeros grandes pozos. Hasta entonces, los herreños se las apañaban con métodos rudimentarios: acumulaban agua en los huecos de los troncos, en pequeños estanques en el monte, en los patios de las casas. Y cuando llegaba un año seco, ay.
-Teníamos que bajar con una garrafa hasta la fuente de Timijiraque, que está en la orilla del mar, llenarla y vuelta -dice una anciana en Casa Goyo, el bar que está cerca de la casa de don Tadeo, a mil metros de altitud sobre el mar, a mil metros sobre la fuente.
Medio siglo después, en las Canarias son capaces de ordeñarle miles de litros a la niebla con un invento sencillo. Cerca del árbol garoé, en la cumbre de Ventejís, se levantan seis rectángulos verdes como seis fichas de dominó, de cuatro metros de altura: estructuras de aluminio envueltas en una malla. Son los captadores de niebla creados por el ingeniero agrícola Theo Hernando, tinerfeño de 35 años, quien se inspiró en las redes atrapanieblas que tendían los chilenos en el desierto. Hernando desarrolló este modelo tridimensional con una ventaja clave: resiste vientos mucho más fuertes. Y por eso produce más agua.
Cuanto más veloz pasa la niebla, más gotas deja en las mallas. Antes debían plegar las redes en cuanto soplaba un poco fuerte, pero este modelo soporta vientos de alerta naranja, hasta 70 km/h. Y gracias a eso han pasado de recoger una máxima de 140 litros diarios con un captador, a recoger 1.350.
El goteo de los seis captadores de Ventejís se acumula en una gran piscina, como reserva para incendios. La empresa Agua de Niebla también instaló otros 27 captadores en Gran Canaria, para obtener agua de consumo humano. Empezaron a embotellarla y a venderla en 2014, con el nombre de Alisios.
-Es un agua muy pura, porque la recogemos de las nubes sin que toque el suelo -dice Ricardo Gil, tinerfeño de 54 años, socio de Agua de Niebla-. Así que tiene muy pocos minerales. Por eso es un agua perfecta para hacer té o café, porque no añade nada al sabor original. Y queremos hacer pruebas para producir cerveza con agua de niebla, también ginebra, whisky, vodka.
Recogen el agua de niebla en las Canarias, pero Gil dice que sería fácil instalar «huertos hídricos» en muchos otros lugares.
–Llegamos a recoger 35.000 litros de agua potable en el mejor día, en una superficie de apenas 350 metros cuadrados. Eso se podría multiplicar mucho. Y es una tecnología sencilla y baratísima, que no consume ninguna energía, no produce residuos, no agota los recursos hídricos. Tiene un potencial enorme. Pero necesitamos estudios, un mapa de nieblas, necesitamos financiación para fabricar más captadores y permisos para instalarlos… Tenemos un recurso muy abundante, sabemos obtenerlo de manera sencilla, solo falta que nos hagan caso.
Hernando planea sacar en enero el agua embotellada Garoé, con esa evocación al árbol sagrado de los bimbaches. Yo no inventé nada, dice Hernando, solo miré a la naturaleza y a lo que hacían los antepasados: viento, niebla y un obstáculo para que las gotas se condensen.
–Yo no inventé nada -dice don Tadeo, incorporado en su sofá, agarrándose al andador-. Se gastan millones para llevar agua de un sitio a otro, y en las cumbres se está perdiendo toda esa agua de niebla que podría bajar sola. En la montaña la niebla viene rabiando. Hasta las pestañas producen agua, cuando la bruma choca con ellas. Solo hay que recogerla.
Fuente: El Mundo.es